La Amable Capitána

1728 Words
A la sala entra rápido, sin esperar a que los demás se hagan a un lado, una mujer de uniforme militar. Su esbelta figura y rostro terso no hacen aparentar que tenga treinta y cinco años, aunque todo el tiempo la hago enojar y preocupar desde que llegué a su vida. Siempre se conserva joven y bonita. Colocando una mano en mi cabeza y otra en mi mejilla, el simple hecho de que ya esté presente me hace sentir a salvo. — ¿Cómo te sientes? — pregunta gentil. — Tengo mareos y sueño — le respondo sin ánimos, con mis párpados medio abiertos. — Ven, vamos a casa — dice, tomándome en sus brazos. El ser delgada hace que sea fácil para Sara levantarme. Además, al querer estar a cargo de cuidar a alguien como yo, es obligatorio permanecer fuerte.Al bajar al estacionamiento, Sara me sienta en la silla del copiloto y me coloca el cinturón de seguridad. — Lo siento, Sara, la sesión se puso pesada — dice con culpa la psicóloga. — Descuida, la llevaré a casa para que descanse. Estoy segura de que después se despertara con un gran apetito — le sonríe. Sara sabe que ella no tiene la culpa y al ser su amiga, no se enoja. El sujeto intenta escapar de mí, no sabe que es en vano que lo intente, de nada sirve que se oculte, así no haga ruido, así se tape fuerte la boca con sus manos para evitar que escuche su respiración agitada y agobiante. No cambia el hecho de que sé dónde está. Es absurdo, nadie puede escapar de mis sentidos tan desarrollados. El hombre de mediana edad cree que se liberó de mí. Mirando desde el borde del contenedor, cree que está a salvo. Lo que no sabe, pero pronto lo descubrirá, es que llevo más de cinco minutos al frente de él. Ya se dio cuenta, gira lentamente su cuello, su rostro pálida más. Al ver mis ojos de muerte, no lo dejo vociferar cuando su cabeza ya cae y rueda unos centímetros en el suelo. Su cuerpo se desliza por el contenedor hasta caer de pecho, sin cabeza y brotando sangre. Ya he completado mi tarea. Al abrir rápidamente mis ojos, me doy cuenta de que estoy en mi habitación, arropada con un edredón de flores pintadas. — Cómo odio esta cobija, a Sara le gustan las cosas cursis — tomo asiento en la cama. Aún estoy un poco mareada y enojada. No me gusta perder el conocimiento frente a alguien que no sea conocido. ¿Se estarán burlando? Tal vez sí, eso me hace enojar mucho más. O tal vez estoy así porque tengo hambre. Uno, con hambre, le da rabia a todo. No me coloco los zapatos, estoy en casa. Al salir de mi habitación, siento un olor delicioso que me hace salivar, como si se tratara de una caricatura muy antigua. Floto, dejándome hipnotizar por ese aroma. Al bajar las escaleras, veo a Sara con un delantal blanco con dibujos de frutas. — Hasta que al fin despertaste — no quiero escuchar sus quejas, solo quiero comer. Pero, curiosa por la manera en que lo dice, igual le pregunto mientras tomo asiento en la silla del comedor. — ¿Cuánto dormí? — Tres días — responde muy segura. Volteo a ver a Sara sobresaltada y ella se ríe— Solo fueron unas horas. Te subí a tu habitación y te arropé con tu edredón favorito — dice entre risas, apretando mi mejilla. Le dedico un mal gesto, frotándome los ojos y bostezando. — ¿La bebé tiene hambre?. Ya te traigo la merienda — burlándose, se dirige a la cocina y llega con una bandeja con un plato de sopa de avena, un poco de arroz con papas a la francesa y un vaso de jugo de mora con leche. Miro los platos y como un poco. — ¡Oh! — exclamo fingiendo asombro— Sara, te esforzaste. Las clases de cocina están funcionando. Al menos las papas no están quemadas. Felicitaciones — digo sarcásticamente, sonriéndole. Con la bandeja, me golpea suavemente el costado de mi brazo izquierdo. — Traga y ve a descansar. Mañana tienes que madrugar — responde molesta. No tengo muy claro, pero debo ser la única loca a la que se le ocurre hacerla enojar. — Sí, ya sé — respondo al verla molesta, pero no sonrío. Eso sería peligroso.De nuevo, se dirige a la cocina y trae los mismos alimentos. Toma asiento en la cabecera, hace que sonría más. — ¿Qué tiene la bebé? Está feliz de que voy a cenar con la nena de la casa — dice tiernamente, despeinándome más de lo que ya estoy. — No me digas bebé, no me gusta — un puchero se forma en mi boca, haciéndola reír. Ya no sucede con frecuencia desde hace varios meses. Siempre tengo que cenar sola, ya que Sara trabaja hasta tarde. Es bueno disfrutar un poco de su compañía mientras haya la oportunidad. — Cuando termines, lava los platos. Asiento con la cabeza. El dolor punzante se vuelve a presentar. Con un gesto de dolor y llevándome la mano al centro de la coronilla, Sara detiene su mano con la cuchara de sopa que dirigía a su boca y me mira con detenimiento. — Si aún te duele la cabeza, tómate el medicamento que te recetó el médico — sugiere. — Ya casi… no duele — digo con la boca llena, mientras recojo los platos y me dirijo a la cocina. Los deposito en el fregadero y comienzo a lavarlos. Esta sesión, a diferencia de las pasadas, fue sumamente pesada y cansada. El decidir al fin dejar de resistirme me pasó factura. Mis manos, como mis piernas, aún me tiemblan. Esto de querer realzar mi vida es fastidioso. Todo el tiempo estoy sufriendo de migrañas y ansiedad, pero debo resistirlo. No puedo ser malagradecida. Si Sara no me hubiera rescatado, aún estaría haciendo lo que él me pidiera. En estos momentos, no estaría lavando los platos ni limpiando el mesón. Estaría matando, eliminando a las amenazas que nos acechaban a ambos. No es necesario girarme, al permanecer alerta debido a la vigilancia de las cámaras, puedo sentir a Sara entrar a la cocina. — Si sigues enferma, puedes no ir mañana a clases — dice, colocando una mano sobre mi hombro. — No, está bien. Es mejor mantener la mente ocupada con algo. Además, tengo un examen — me esfuerzo por sonreírle. Al terminar de arreglar la cocina, me dirijo a mi habitación Me voy a dormir, Sara. — Descansa, buenas noches — dice, concentrada en su laptop. — Buenas noches — respondo sin ánimos. Suspiro internamente al verla de nuevo cargada de trabajo. Subo a mi habitación y como es costumbre, le dedico un mal gesto a la cámara que está sobre el marco de mi puerta. A diferencia del resto de la casa, en los dormitorios no hay esas molestas cámaras, y todo gracias a mi salvadora, Sara. Peleó para lograr que tuviera mi privacidad y, aunque lo logró a los altos mandos, eso no les agradó. Al cerrar la puerta, entro al baño. Me quito el uniforme militar y me posiciono debajo de la ducha. Aunque el agua esté tibia, al caer sobre mi piel se siente cortante. Todos estos dolores no son más que psicológicos. En realidad, no hay tal dolor porque simplemente no tengo la capacidad de sentirlo. Si me corto de verdad, si me golpeo, no lo sentiré. Pasando suavemente el jabón por las cicatrices que tengo, se sienten abultadas. Llegan sin querer recuerdos de cuando me las hicieron, el duro entrenamiento para perfeccionar mi estilo de asesinato, generadas por los castigos y también marcas hechas por mis enemigos. Sara me dice que no tengo la culpa de tenerlas, pero no cambia el hecho de que me da vergüenza que me las vean. Incluso el que solo me toquen me hace sobresaltar. Pero no es todo el trauma que tengo. Aparte de sufrir de migrañas, también tengo estrés postraumático y hematofobia. De algún modo, estoy agradecida de que nunca tendré mi menstruación porque, a la edad de once años, él ordenó que me hicieran una histerectomía. Salgo del cuarto de baño y reviso la puerta de vidrio que da hacia el balcón. Un auto de color n***o, con vidrios polarizados, se encuentra estacionado enfrente de la casa. Dentro de él, hay tres militares armados vigilando, asegurándose de que no escape o que no ocurra algo malo. Y por algo malo me refiero a mí misma. Aunque fue una única vez, apuñalé a Sara, salvándose por poco. El intento de escapar sería en vano porque tengo un localizador GPS en mi muñeca y una “hermosa” orden. Si cometo traición o intento fugarme, me eliminan. Incluso Sara la tiene. Es sofocante estar siempre en la mira telescópica. Siendo sincera, estoy harta de todo esto. En verdad quiero empezar una nueva vida, pero con mis antecedentes, eso está más que lejos. Siempre me pregunto cómo es tener una vida normal. He leído que las adolescentes de mi edad tienen novio, que las llevan a todas partes y terminan teniendo sexo. Creo que estuvo de más esa novela. Terminé avergonzada y mejor dejé el libro en la mesita de noche de Sara, de donde lo encontré. Creo que la vida adolescente se basa en eso, o tal vez sea que a Sara le gustan mucho las novelas eróticas. Al tener rotundamente prohibido tener acceso a internet, esas novelitas son lo único que tengo para leer. Sara no tiene dinero para comprarme algo adecuado. Solo tenemos lo necesario, como cosas de aseo, alimentos y la casa, pero le pertenece al ejército. Siempre me he preguntado cómo es posible que Sara, siendo capitana, no tenga un sueldo decente. Debería preguntarle, pero ella tiene un carácter de los mil demonios y prefiero no hacerlo. Pero estoy segura de que es por mi culpa. Debo dormir, tengo que levantarme a las cuatro de la mañana para ir a la escuela militar. Al tomar dos pastillas para dormir, me arropo y antes de cerrar los ojos, siempre deseo dormir sin despertar sobresaltada y espantada por las pesadillas. Dejando la lámpara de mesa a media luz, respiro hondo y bajo mis párpados.
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