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¿Qué puedes hacer cuando lo que deseas se te prohíbe?

Solo existe una respuesta.

Romper las reglas.

¿Por qué?

Porque las cosas prohibidas son las más tentadoras.

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Esa chica
JASON. —¡Jason! —gritó mi padre desde la planta baja de la casa. Bajé las escaleras rápidamente. Los pensamientos pesimistas aparecieron en mi mente en cada escalón que mis zapatillas tocaron. El tono de su voz no era normal y presentía que nada iba a salir bien después de que habláramos. Existía un solo secreto que nadie podía saber de mi vida personal, y por supuesto, gracias a eso temía ser descubierto por mi padre. Caminé con lentitud hacia su despacho, y en la cocina me interceptó mi madre para darme un beso en la mejilla. Continué con mi camino y reí por lo bajo al escuchar el susurro divertido de mi madre. —¿Qué hiciste ahora? —Nada, Rachel. Te lo prometo. —respondí. —Mamá. —corrigió. Mi pequeño hermano Alex jugaba a unos metros de nosotros con su juguete favorito de la película Cars. Sí, mi hermanito era fanático de aquel auto de carreras cuyo diseño estaba inspirado en el Chevrolet Corvette C6 y otros como modelos como los de NASCAR. La verdad era que a todos nos tenía mareados con su extraña obsesión con el Rayo Mcqueen. Negué con la cabeza para dejar de buscar distracciones a propósito que me pudieran salvar de tener que enfrentar a mi padre. Me enfoqué en lo que realmente me tenía preocupado. Mis nudillos golpearon sutilmente la puerta blanca de su despacho. —Entra. —respondió desde el otro lado. Cuando abrí la puerta, su expresión me dejó perplejo, paralizado y hasta congelado en mi lugar. Él lo sabía todo. Lo veía en su mirada cargada de decepción y furia contra su mentiroso hijo. Ethan Mackay estaba sentado en la cómoda silla negra con ruedas, meciéndose en ella de atrás hacia delante, detrás de un muy elegante escritorio y a más de seis metros de distancia, pero aun así podía sentir sus manos alrededor de mi cuello, presionándolo hasta quebrarlo. Tragué con dificultad. Estaba nervioso, pero caminé hacia él con pasos firmes. Una vez frente a su escritorio, pregunté: —¿Sucede algo, papá? —¿Cuándo pensabas decírmelo? —reprochó sin rodeos —Yo... —solo balbuceos incoherentes salieron de mi boca —¡Estás metido en la droga! ¡eres un maldito delincuente! —vociferó indignado— ¡yo no te eduqué así! Tuve que pestañear varias veces para asegurarme de que aquello que estaba sucediendo justo en ese preciso momento, era real. Todo comenzó a derrumbarse. Las paredes llenas de mentiras que había construido para que mis padres no se decepcionaran, ahora estaban en pedazos, esparcidos por el suelo debajo de los pies de mi padre, recordándome una y otra vez que jamás podría ser el hijo perfecto que ellos habían criado. Sus ojos estaban fijos en los tatuajes de mi muñeca. Rápidamente deslicé la manga de mi camiseta hasta mis muñecas. El Joker que tenía tatuado en mi antebrazo derecho, era el símbolo de la organización en la que trabajaba actualmente y ahora que él sabía la verdad, el hecho de que lo viera, me hacía sentir avergonzado. —Papá, yo te lo puedo explicar… —Quiero que te alejes de nosotros, de tu hermano, de tu madre y de mí. Mi mandíbula cayó al piso. Estaba escéptico mirando a mi progenitor. Si, probablemente me lo merecía, pero eso no significaba que no doliera como el infierno. Era mi propio padre quien me estaba exigiendo que me alejara de él y de mi familia. Muchos recuerdos de mi infancia junto a él me invadieron. Éramos los mejores amigos, la mejor relación padre-hijo que alguien pudiera desear y ahora todo se había ido al demonio en menos de un minuto. ¿Me arrepentía? Sí. Por supuesto. Mi intención era demostrar que podía hacer cosas por mi cuenta como pagar mis estudios para enorgullecer a mis padres y en realidad, terminé haciendo absolutamente todo lo contrario. Qué porquería de vida, tan incierta y ambigua. —Papá... —me interrumpió. —No quiero que nos veamos involucrados en tu mierda, así que toma todas tus cosas y lárgate. Por tu propio bien, espero que tu madre no se entere de que fui yo quién te echó de la casa. —¿Qué? ¿me estás amenazando? —mascullé. —Te estoy advirtiendo. —contestó. —Tú no me puedes impedir ver a mi familia —farfullé indignado—. No tienes derecho. —¡Sólo los estoy protegiendo de tus jodidos errores! —bramó. —¡No me iré de mi propia casa! —gritó completamente reacio a seguir sus órdenes. —¡He dicho que te vayas! Mi respiración estaba agitada y por la rapidez con la que su pecho se elevaba, pude divisar que la de él también lo estaba. Mi puño golpeó el escritorio. No quería irme, no era justo, pero mi lado racional sabía, muy a mi pesar, que era lo correcto. No podía poner en peligro a mi familia por mis malas decisiones, ellos no tenían la culpa. Mi madre se preocupó al escuchar el portazo en el despacho de mi padre. Se acercó a mí intentando tomar mi rostro entre sus suaves manos, pero la esquivé. Subí las escaleras corriendo. Debía irme. No quería estar aquí cuando mi madre se enterara de la verdad. No. No quería estar ahí cuando él decidiera explicarle la razón por la cual me iba. Algunas lágrimas cayeron en mi ropa mientras empacaba toda mi vida en dos maletas negras. No sabía hacia dónde ir ni por dónde empezar. Tenía dinero suficiente para sobrevivir por tres meses cómodamente, pero eso no era lo que me tenía tan inquieto. Temía que a mi jefe no le agradara la idea de irme a otra ciudad. Bajé lentamente por las escaleras con ambas maletas sujetadas por mis manos para no llamar la atención de nadie con el ruido. La voz de mi madre invadió mis oídos y no fui capaz de girarme, así que continué con mi camino hacia la puerta principal para guardar las maletas en mi Camaro blanco. Los pasos apresurados de mi madre detrás de mí me pusieron aún más nervioso. —Hijo... —susurró desconcertada— ¿por qué te llevas esas dos maletas? —Mamá —dije con los ojos cerrados—, tenemos que hablar. —¡Jay! Mis manos estaban apoyadas en el maletero del auto cuando lo escuché. Al final, de igual forma, tendría que ver el rostro de mi madre mientras me marchaba. Sus ojos estaban llorosos y en su mano derecha sostenía la de Alex, quién luchaba para que ella lo soltara. Me acerqué a él con el corazón destrozado. Me senté en cuclillas para quedar a su misma altura y lo abracé con fuerza porque sabía que sería la última vez que lo haría. Su llanto me desgarró el alma. Jamás me perdonaría por todo el sufrimiento que le estaba causando en mi familia. Besé su cabeza y lo aparté. Mi madre me miró fijamente mientras su mentón alertaba su llanto. —Me tengo que ir, pero les prometo que volveré ¿sí? —Está bien, Jay. —respondí. Quería memorizar todo. El cabello rubio y liso de Alex, sus ojos azules, su piel blanca como el papel, su nariz pequeña y respingada, sus labios rosados, su sonrisa... esa que extrañaré todos los días. Luego estaba mi madre, su cabello n***o y ondulado, su nariz fina y recta, sus ojazos azules que a veces lucían grises, sus labios rosados y delicados, sus facciones definidas y elegantes, su pequeña estatura que me producía ternura, su sonrisa y su mirada comprensiva. Era de esas miradas que te hacían sentir que, independientemente de todo lo malo que suceda, ella estará ahí para escucharte y comprenderte sin juzgar tus acciones. Fue ella quién me abrazó antes de que yo pudiera hacerlo. —Te amo, hijo. —Y yo a ti, mamá —nos separamos con dificultad, como si nuestros corazones estuvieran unidos por un hilo muy grueso y la distancia no hiciera más que causarnos dolor—. Adiós, Rachel. Mi madre abrió la boca para intentar detenerme, pero negué con la cabeza dándole a entender que no cambiaría de opinión. En el ventanal que estaba a unos metros de la puerta principal, estaba él, mirándome detenidamente con ambos brazos en su espalda. Lo odiaba con todas mis fuerzas y lo haría hasta que el mundo se acabara, aunque en realidad todo se había destruido solo por mi culpa. Cerré los ojos y suspiré. «Ese recuerdo me invade cada mañana después de despertar». Negué con la cabeza. Hoy sería un mejor día. Sí, el mejor de todos porque luego de un mes de haber permanecido en Phoenix, viviendo en un departamento pequeño, mi mejor amigo, Connor Tucker, me había traído excelentes noticias sobre una oferta de trabajo para mí, lo cual me venía como anillo al dedo. Connor vivía en Los Ángeles desde hace seis meses aproximadamente. Ambos solíamos vivir en Toronto y trabajar en lo mismo, no me enorgullecía de eso, pero era mejor tener compañía que estar solo. El viaje era corto desde Phoenix, son solo 179 kilómetros, por lo menos estaba más cerca que Toronto. Estaba nervioso, era mi primer día en UCLA, una de las universidades más prestigiosas en el distrito, no podía arruinar esta segunda oportunidad de comenzar de cero. Casualmente, su localización estaba muy cerca del distrito de Bel Air, donde los riquillos lucían sus lujosas casas y mansiones. Extrañamente, era en ese lugar en donde iba a trabajar. Se sentía… raro. Bajé en el ascensor hasta el estacionamiento en donde tenía mi Harley Davidson aparcada. Sí, la situación en Phoenix me obligó a vender el Camaro porque no había suficiente espacio en el estacionamiento. Dolía recordarlo. Gracias a Dios la persona que pretendía contratar mis servicios permitirá vivir en su casa sin mayores complicaciones. Mientras me subía sobre ella, no conseguía dejar de pensar en los negocios ilegales y cómo estar involucrado en ellos acabó con todo y, sin embargo, continuaba metiéndome en la misma porquería. Pero no me podía detener, no ahora que todo parecía mejorar o por lo menos, no hasta terminar mi último año en la universidad y demostrar que podía ser alguien y conseguir dinero para mi familia, un dinero que no estuviera manchado con sangre o con residuos de cocaína. Me estacioné junto a un precioso BMW i8 n***o. Sentí que perdía el conocimiento cuando la belleza de la castaña que descendía en ese momento me golpeó con fuerza. —¡Bonito modelo! —grité llamando su atención— ¡y no hablo del auto, preciosa! La castaña me miró sonriente y me enseñó su dedo de en medio. Uf, qué atrevida. Repasé su vestimenta; nada fuera de lo común, pero hasta con una bolsa de basura puesta sobre su cuerpo, llamaría la atención de toda la ciudad. Ella no podía ser del mismo planeta que yo habitaba, era imposible. Mi interés en ella creció aún más cuando me gritó iracunda. —¡Deja de mirarme, pervertido! —Con ella no, hermano. —advirtió Connor segundos después, apareciendo por la acera. Reí al ver como se borraba el pequeño rastro de lápiz labial extremadamente rojo de los labios. Definitivamente él no perdía el tiempo, seguía siendo el mismo cabrón mujeriego de siempre. Connor tenía una fascinación muy grande con las rubias, así que lo más probable era que se estuviera cogiendo a alguna. Me saludó y palmeó mi espalda, pero yo no dejé de mirar a la chica mientras desaparecía del estacionamiento. —¿Quién es esa chica? —Faith Crawford. —respondió. —Con que así se llama… —lamí mis labios, sin dejar de sonreír. —No te metas con ella o su padre te matará. —¿Conoces a su padre? —fruncí el ceño. —No personalmente, pero resulta que él es tu nuevo jefe. Mi sonrisa desapareció al instante. Muchas preguntas embargaron mi mente. ¿Cómo era posible que aquella chica sea hija de un narcotraficante? Si, tenía aspecto de chica ruda, pero no parecía ser consciente de que su padre era un hombre muy poderoso en la ciudad. Connor permaneció callado sin dejar de mirarme. Presentía que el ver mi rostro tan desconcertado le agradaba. —Debes estar bromeando. —aseguré. —No, para nada. —canturreó antes de sacar el celular del bolsillo de su chaqueta y escribir algo con rapidez en la pantalla. —Así que la hija de mi jefe. —susurré para mí mismo. «Qué tentador.» —Hoy hay una carrera, ¿te apuntas? —Claro, no me la perdería.

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